domingo, 8 de agosto de 2010

Amaretto y Palisandro




Hojas de todas las tonalidades bailaban ante un cielo plomizo mientras el viento agitaba mis cabellos. Lloviznaba, apenas unas finas gotas que adornaban mi abrigo con un mosaico de puntitos caótico y armonioso. Ésta era mi despedida, dejaba París para probar suerte en un mundo diferente, menos gris. Tan solo la extrañaría a ella, mi fiel compañera… me giré para observar por última vez aquella majestuosa catedral, mi vieja amiga, Notre Dame.
Tenía tiempo, cinco horas antes de que saliera mi vuelo con destino a Londres, tres y media antes de pensar siquiera en acercarme al aeropuerto Charles de Gaulle; mis maletas estaban embarcadas y no iba a viajar con más equipaje que lo puesto. Necesitaba alejarme, hacer tiempo y evitar a todos mis conocidos; mi viaje había comenzado y no quería volver la vista atrás, no quería que nada ni nadie me hiciera cambiar de idea… necesitaba una copa.
Caminaba por el famoso Quai des Grands Augustins, intentando pensar en los distintos sueños y promesas que empezarían a cobrar forma en cuando subiera al avión. Necesitaba mantener la cabeza ocupada, había demasiados recuerdos pugnando por convencerme del error de mi viaje. Una ráfaga de viento arrancó el ligero paraguas de las manos de una chica joven; éste describió un pequeño arco por encima del kiosco que tenía a mi espalda y planeó suavemente hasta el Sena.
Me giré a tiempo para ver la cara de frustración y rabia contenida de la muchacha y algún que otro rostro divertido a su alrededor. En ese momento apareció ante mí, en una calle por la que había pasado veinte veces y en una esquina en la que nunca me había fijado; Lapérouse, se llamaba; me enamoré.
La fachada era de un azul oscuro, antiguo, y respiraba una elegancia que después de 1700 no habían vuelto a conseguir. La estructura de dos pisos estaba cuidada con cariño, con cuatro farolillos de luz ambarina que no invitaban sino a entrar. Era uno de esos locales parisinos en donde el tiempo no pasa. Tenía que verlo. Me fijé en el pequeño cartel escrito con tiza que reposaba junto a la puerta, conseguí entrever el famoso whiskey “MacCutcheon”. Entré.
La luz era tenue, el local mantenía un ambiente acogedor y romántico que invitaba a pensar en un encuentro secreto de amantes típicos de historias y novelas. Las mesas, todas piezas de colección, desprendían ese olor a madera antigua, ese olor a poder, caoba… olor que se mezclaba con el dulce aroma a habano que cargaba el ambiente.
Después de pedir en la barra mi bebida, me detuve a contemplar el lugar. Pipas antiguas, relojes, cuadros al oleo… incluso las paredes estaban ricamente adornadas con filigranas doradas… tanta belleza escondida en un lugar prácticamente desierto; salvo por el camarero, solo parecía haber otras dos personas en el lugar.
Y ahí estaba ella, la causante de la historia, con aquellos ojos seductores de largas pestañas negras. Me miraba en silencio, de reojo pero sin apartar la mirada. Me acerqué.
Me siguió con la mirada, callada, ni siquiera se inmutó cuando me senté frente a ella. Una rosa roja observaba expectante nuestras reacciones. Callados, en silencio, jugadores de ajedrez que estudian a su contrincante y los posibles movimientos por hacer. Sus labios se arquearon por menos de un segundo en una imperceptible sonrisa de media luna. Blancas empiezan.
Tomé su copa, la curiosidad afloró en su rostro. Amaretto, dulce caramelo líquido y alcoholizado, aspiré su aroma y terminé la copa. Sonrió.
Sus ojos, brillantes, esperaban mi próximo movimiento. Estaba en la cuerda floja y ella lo sabía; mi red tan solo la confianza que exhalaba. El camarero, presto a ganarse la propina, siguió mi mirada hacia la copa vacía y asintió, retirándose velozmente hacia la barra del bar. Ella entrecruzó los dedos frente a la cara, expectante. Llegaron las bebidas.
“Gracias” susurré al camarero cuando éste me ofreció un Cohiba; nunca he sido de los que fuman, pero un habano era siempre una buena despedida. Antes de que el ninguno reaccionara, ella sacó un mechero y me lo acercó encendido, con una sonrisa divertida en la cara. Las llamas relucían en sus enormes y perfectos ojos castaños, del color del chocolate amargo. Peligrosa, seductora, sagaz; cálida y fría a un tiempo, como ese calorcillo que te embarga cuando sales bien abrigado a una noche ventosa.
Incliné la cabeza a modo de agradecimiento y di la primera calada, con los ojos cerrados. Su sabor envolvió mi paladar con ese sabor único y adictivo que tanto me atraía y llenó de calidez mi garganta pese a no haber tragado el humo. La miré fijamente mientras me evaluaba, el silencio estaba durando demasiado, un par de segundos más y se rompería el encanto y el misterio.
Levanté el vaso por debajo de mi cara y ella me imitó. “Pour nous, cette soirée et le futur”. Bebí, ella me imitó.

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