jueves, 21 de octubre de 2010

Manuel


“Luz” pensó. Sonó la alarma por tercera vez; recién ahora podía decir que estaba despierto. Se levantó de la cama cinco minutos después y empezó con el ejercicio autoimpuesto de cada mañana:


–Luz... frío... sábanas... cama... (…). –Recorrió con la mirada cada objeto de la habitación nombrando cada cosa con más o menos acierto. Su pequeño infierno. Al menos ahora era capaz de hablar si se tomaba su tiempo.

“Afasia Anómica” se llamaba, él sentía como si intentara hablar en un idioma que desconocía, una constante búsqueda en el vacío... al menos ahora era sólo eso.

–Lámpara, interruptor, puerta, nevera. –Ya era algo automático, así como su rutina diaria. Despierta, ejercicios, desayuno, ducha, universidad. Repasaba mentalmente los nombres de las cosas en lo que él llamaba “el despertar”.

Le había costado todo un verano hablar más o menos con normalidad, y el segundo año de carrera había permanecido casi en el anonimato. Ahora sólo lo consideraban silencioso o reflexivo, acorde con la imagen ligeramente bohemia que mantenía. Además no era tan malo porque aunque faltaban palabras tanto al hablar, leer o escuchar, había ahora una especie de sexto sentido que le permitía seguir el lenguaje sin palabras de la gente. PNL decía J., intuición lo llamaba él.

Un par de sonrisas, saludos que se basaban en gestos, un mail antes de que llegue el profesor y a clase. Empezaba la peor parte del día pues, aunque le era fácil tomar apuntes (podía copiar directamente las palabras pese a no entender su significado), lo complicado era la cara de “estoy entendiendo” y prepararse para las preguntas que pudiera hacer el profesor.

Los descansos eran agradables porque podía reunirse con su grupo de siempre (formado básicamente por chicas porque, como J. decía, las mujeres son más propensas a ese segundo lenguaje no verbal).

– ¡Manu! –Era Cristina, la chica con la que mejor se llevaba de clase. Aunque nunca había habido nada serio entre ellos, todos decían que eran la “pareja perfecta”, el bohemio callado y la pija parlanchina. –Necesito que me ayudes, ¡tengo mucho que contarte! –Manuel señaló su reloj y levantó la ceja izquierda, apenas tenían diez minutos. –Sí, ya lo sé, pero no hay fallo, me acompañas de compras después de clase y te lo cuento todo.

–Cris… quiero oírte, pero no soy… no me gustan los hombres. –Terminó con una media sonrisa.

–Escucharte. –Corrigió ella. –Y no solo a los gays les gusta ir de compras. –Dijo sacando la lengua. –Pero vale, entonces quedemos a comer si te parece más varonil.

–Gracias, aunque…

–Sí, tranquilo, invito yo. –Antes le ponía de los nervios que siempre acabara sus frases, interrumpiéndolo continuamente incluso cuando se equivocaba, aunque con el paso del tiempo se acostumbró porque era consciente de que para las pequeñas cosas agilitaba el diálogo… también ayudaba el que ella lo hiciera con todos.

Era atractiva, bastante. No solo “estaba buena”, su cara era bastante dulce y alegre, y sus ojos brillaban de emoción cuando tenía cargada con palabras la metralleta de su lengua. Su vida tampoco era corriente; así como Manuel tenía que reaprender las palabras escritas de sus apuntes, ella tenía que convivir con un padre alcohólico que era pródigo en enfados y malos modos con su madre. Para ella era frustrante, sobretodo porque aunque puertas adentro era un ogro, su fama y reputación conseguían la adoración permanente de todo aquel que no hubiera convivido con él.

La charla de hoy iba de eso, aunque no en palabras. La ropa y los chicos ocupaban el tema de puertas afuera mientras cada mirada y gesto revelaban a Manuel el caos de emociones que sufría Cristina.

– ¿Bueno, y qué opinas? – Dijo ya en la calle esperando esa comprensión ulterior que desde el principio los había unido.

–Creo… Vamos de compras. Y luego llamas madre al “spa”. Hoy duermes en casa de amigo gay. –Dijo poniendo esa cara triste de niño pequeño resignado que siempre acababa en una sonrisa juguetona. –Me gustaba más el papel de novio que de habitante de armarios.

–Pues mis padres te prefieren verte como gay que como el rarito que se acuesta con su hija. –Se tomaron de las manos y siguieron caminando.

–Por cierto, este finde está J., mira esto. –Cogió el móvil de cristina, accedió a su mail y le enseñó el mensaje.

“Verónica… Es posible… aunque apenas la vería. Además, no me siento del todo cómodo con ella, y no creo que ella quiera solo una relación de un par de noches, eso lo llevan mejor las francesas. Este finde voy a Madrid, te recojo donde siempre.
Saluda a Cris de mi parte y lee el archivo adjunto. No es solo una historia, es algo que viví hacia dos semanas en Santiago. He conseguido un par de metáforas y algo de lenguaje poético… fue difícil y… dile a Cris que te ayude (dado que de todas formas lo va a leer) y dime qué piensas… y no solo del escrito. Saludos. J.”

– ¿Poesía? ¿No será de esas descripciones raras sobre plantas o animales?

–Creo que hay mujer en medio. –Sonrió. –Ya vemos en casa, ahora quiero camisa nueva.

J.



Abrí los ojos. Eran las siete de la mañana y un frío húmedo recorría la habitación. París nunca dormía, pero a las siete empezaba su ritual de cada mañana. En dos horas desayunaría, pero mi vida empezaba con la de la ciudad.

No pude evitar tiritar al salir, pero necesitaba cerrar las ventanas y subir la calefacción. A las siete y cinco sonaría el despertador, lo apagué antes de que diera el primer toque, y de nuevo entre las sábanas tomé el “Macair”, como llamaba al ordenador.

Noticias, correos, algún trabajo de la universidad; empezaría revisando el correo.

“Todo igual”, empezaba uno de los primeros, de esos que tenían la prioridad más elevada dentro de la jerarquía de Gmail. “Adjunto trabajo grupo. Mandan saludos y preguntan París. Intenta algo Vero, es posible. Yo solo y acompañado, tú entiendes. ¿Esta semana? ¿Tu casa o mí casa?”

Era Manuel, uno de mis pocos amigos en Madrid... de mis pocos amigos en general. Él era mi enlace con el mundo, mi guía a la hora de fingir emociones y de sentirlas. Era incluso mi profesor, y ahora iba a enviarle la tarea:

<< Quietud, calma. Llovería dentro de poco.  El paraguas estaba donde siempre, la gabardina cubriría lo que el paraguas no consiga proteger. (…) Ahora dependía de ella, no del todo pues nunca había creído en el azar; pero en cualquier caso ya no era un mero observador >>

Por alguna razón aquel día se había quedado grabado en mi memoria, en sueños la había vuelto a ver y hasta había entendido sus sentimientos. Gracias a ella había conseguido esas metáforas, esas descripciones, los sentimientos. Había sabido que lloraba sin verla…

martes, 5 de octubre de 2010

Él




<< No hubo más anuncio que el cielo gris; ni rayos ni truenos, solo el suave rumor de las gotas cayendo uniformes sobre la acera, armonía, ritmo. Y en esa ciudad, como en otras, no era la lluvia la única que danzaba con pasos conocidos. Todos y cada uno de los habitantes conocían su papel, como en una obra ensayada. Pasos rápidos, mirada fija, sin contacto visual. Todos iguales y a su ritmo.

Paso inseguro, respiración intranquila, nadie especial, y sin embargo se atrevía a romper el ritmo de la ciudad.

No podía saber si lloraba, la lluvia barría de su rostro cualquier emoción.

¿Por qué ella? no era la primera ni última mujer que había visto llorar. Normalmente se sentía incómodo ante esa situación, sin saber cómo reaccionar, incapaz de empatizar más allá de lo puramente racional.

En este caso era un mero espectador, un caminante cualquiera a metros de distancia, en la otra acera, invisible. A su alrededor el mundo continuaba como un reloj bien engrasado, cada pieza con su eterno corretear, y con la indiferencia propia de las ciudades.

Anonimato. Gente que se cruza mil veces y no sabe siquiera de su propia existencia; máscaras que nos hacen invisibles en un mundo de desconocidos.

Pero ella… ¿Quién era ella? Una mujer cualquiera, una chica cualquiera cuya máscara no se interponía entre el mundo. ¿Para qué la necesitaba? ¿Le importaba? El cúmulo de sentimientos que la embargaban era toda barrera.

¿Y si no era diferente, por qué me llamaba la atención?

Una manzana, dos. Seguían caminando a distancia, sin que ella prestara atención a aquel paraguas negro que seguía su ritmo al otro lado de la calle. ¿Caminaba hacia el mar? ¿Por qué?

Apresuró el paso, el frío estaba haciendo mella en ella; ¿era eso? Probablemente ni se habría fijado si ajustaba el ritmo, pero mejor hacerlo gradualmente. ¿Debería acercarme a ella y ofrecerle el paraguas? ¿Compartirlo? Pero si lo hacía tendría que hablar con ella. ¿Qué diría?

Y sin darme cuenta la pasé, ella se había detenido sin previo aviso. Si se daba la vuelta ella lo notaría… o quizá… Siempre podía fingir una llamada al móvil… Entonces la pudo ver de frente, por pocos segundos. Se dio la vuelta y caminó despacio, mirando al suelo. Tendría que ser discreto si quería seguirla. ¿Quería seguirla? Necesitaba seguirla. Necesitaba conocerla, necesitaba saciar su curiosidad.

Volvía por el mismo camino que antes, con la mirada perdida en el suelo, distraída al menos en apariencia. Abatida, triste, pero no tensa, ya no. Algo había cambiado en aquellos segundos, apenas había rastros de aquella lucha interior, solo quedaba aceptación; ¿pena?

Se detuvo ante una casa, su casa, y entró. Había que esperar, que no lo viera, que no lo escuchara. Se acercó lo suficiente como para escuchar si decían en voz realmente alta. ¿Lo ayudaría el azar? Escucho la voz de otra mujer, su Madre. Escuchó el nombre de la chica. Ya no era una desconocida, y a la vez.

Nadie lo había visto, probablemente nadie lo reconocería. “Un muchacho de gabardina y paraguas negro” sería lo más probable que recordaran. Con eso no bastaba.

Dejaría una rosa, recordaba bien la floristería que habían pasado hace poco. Tenía todavía una de esas tarjetas de visita. Dejaré la rosa en la puerta y llamaré a timbre.  “S, pase lo que pase no estás sola. J.” Ahora dependía de ella, no del todo pues nunca había creído en el azar; pero en cualquier caso ya no era un mero observador. >>