viernes, 17 de diciembre de 2010

Café Romano




Una sonrisa de cristal.  Dos mujeres con un escudo en los labios, máscaras de guerra en un mundo de apariencias. Chin-chin, dos besos, un pésame entre medias y nos vemos en el brunch del domingo.
El Martini estaba frío y seco, como su vida en estos últimos cinco inviernos. Dicen que la gente es libre de buscar el amor en el matrimonio… la vida no había sido así para con ella. ¿Y quién era ella? ¿Una chica bien casada, como dirían sus padres, quejándose de los lujos que le había tocado vivir? Probablemente.
Viuda a los veintisiete, afortunadamente sin hijos y después de una boda organizada por sus padres. ¿Quién era ella? María Laura Ceballos, viuda de José Luis Queipo de Llano, era eso y nada más; era y siempre sería la mujer que se casó con aquel viejo ricachón, y todo por culpa de la maldita dolarización que arruinó a sus padres en la década de los noventa.
Aún recordaba aquella lejana promesa por parte de su madre “Cuando te cases con él serás libre, podrás largarte de este país como siempre has querido y no tendrás que actuar más, y a tu padre y a mí nos devolverás lo que teníamos”. Libre… a ellos si les pude devolver el prestigio y la gloria que solo da el dinero en un país en el que el noventa por cien de sus habitantes viven en la miseria, el nueve por cien gobierna y ese uno por cien reina. Pero yo, mi libertad… da igual la diferencia cultural, la élite es igual en todas partes, un reducto arcaico en el que la apariencia lo es todo y no se muestra la cara a menos que sea imprescindible. Y más aún si te mudas a un país dónde tu nombre solo vale por el apellido de tu marido.
Y ahora era libre, supuestamente, ahora sin marido, sin guardia… pero aún seguía el público que observaba, atento a cualquier paso en falso para aprovechar el mal ajeno. Las tramas e intrigas no dormían, no cesaban; ¿no se podía una librar de las mentiras?
Una última copa y adiós; había empezado quizá algo temprano pero para soportar a aquella mujer tenía que llevar alcohol en la sangre, algo que la insensibilizara y evitara que se le revolviera el estómago ante tanta falsedad.
Llegó el mesero… camarero; aún seguía con pequeños deslices idiomáticos que la gente llamaba “encantadores” mientras en el fondo tachaban de debilidad al ser una mujer trofeo, como la llamaban. Un café con baileys oloroso en la mesa y la galletita de cortesía mirándola con ojos golosos.
Acarició la taza recordando tiempos mejores y se la llevó a los labios. A dos milímetros se detuvo, el olor del café italiano y la crema de whiskey no cubrían del todo aquella fragancia, una de las pocas que recordaría siempre. Aquel perfume que le recordaba tanto a Ángel, aquel apasionado empresario, director de recursos humanos de una de las empresas de su marido; recordaba a aquel hombre, su amante. Recordaba a aquel hombre de cabellos oscuros y labios apasionados que prometía y juraba abandonarlo todo si ella decidía escaparse con él. Más promesas y más mentiras, en cuanto su puesto estuvo en Jaque no dudó en trasladarse a la otra punta del mediterráneo con tal de conservar su carrera.
Dejó la taza sin probar encima de la mesa y siguió aquel olor a hombre que se filtraba hasta su pecho, aquel aroma que en medio de sus recuerdos, fantasías y decepciones, aún hacía que su sangre hirviera de anhelo.
¿Quién era?
Si era alguien, no lo conocía, seguramente aún era demasiado joven para que su rostro tuviese algún eco en la sociedad. Podía tener tanto veinte años como su misma edad. Pero ah, tenía buen gusto, Una americana de sport gris colgaba en la silla junto con un traje nuevo de Armani azul, de raya diplomática. Camisa negra y bufanda blanco nieve aún  colgando de su cuello. El cabello largo le caía negro azabache sobre los hombros, contrastando con la piel clara de rasgos fuertes. Cejas negras y espesas enmarcaban unos ojos pequeños pero atentos que leían desde el portátil una serie de documentos legales.
Una llamada, interrupción. ¿Cena benéfica? ¿Uno o dos? Miró de refilón las manos del muchacho, no… de aquel hombre, abogado, que estudiaba su caso; no había anillo en sus dedos. ¿Dos semanas? Para dos. ¿Cómo se acercaría? Al salir, al irse; En aquel café no la conocían ni tenía cuenta, pagaría y algo se le ocurriría.
Llegó el camarero con más café para el moreno. Aprovecharía para pagar. “La cuenta”, en una seña, aquel lenguaje universal; el camarero sonrió y el muchacho le entregó algo. Tenía que dejar de llamarlo muchacho.
Dos segundos después llegó el camarero con aquella cajita de madera en la que ponían la cuenta, tomó las tazas vacías y se marchó. No estaba la cuenta, solo una tarjeta de visita lisa y de color crema, con letra imprenta negra un número de móvil y una inicial: J.
“Hoy ceno con un cliente en La Vaca Argentina, terminaremos de cenar sobre las once y media más o menos; tienes mi número”.
Ni me había mirado, ninguna reacción; bebió café y siguió leyendo. Ni una sonrisa, solo un destello de su mirada en la pantalla del ordenador, medio segundo, menos. Abrió el procesador de textos y escribió un par de palabras. Se había fijado en mis miradas.
Nunca he sido fácil, tampoco lo sería para él. Me levanté y me puse el abrigo, los guantes, la bufanda, todo sin mirarle, sin que pudiera ver que me tenía ganada pues me había perdido. ¡Idiota!
Pasé por su mesa dejando caer la tarjeta de visita, escuché como se levantaba. “Te estás dejando el móvil”. Su voz dulce, grave, con un ligerísimo acento francés. Me giré y lo vi, con mi BlackBerry en la mano mirándome a los ojos. No supe responderle, no pude responderle. En un movimiento ágil y seguro recogió la tarjeta y la sujetó con la misma mano en la que llevaba el teléfono, con la otra se echó hacia atrás los cabellos que habían escapado al peinado.
Me ardía la piel con su mirada, me embriagaba su perfume y aquel rostro juvenil e inexpresivo. Extendió la mano con el teléfono y la tarjeta, cogí el primero. Antes de que pudiera darle las gracias se sentó, dejando la tarjeta encima de la mesa. Otro trago de café e indiferencia.
Nunca he sido fácil, por lo visto él tampoco. Tomé la tarjeta en un gesto rápido y le di la espalda. “Hasta la noche”, dijo. Cabrón; ya era suya.

2 comentarios:

  1. Hola Juan!! ....me esperare hasta mañana ..para mandarte mi comentario ....que descanse buenas noches!!

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  2. Hola Juan... (CAFÉ ROMANO)me ha parecido preciosa la historia..con poquitas palabras haces que me meta en la piel de la chica ...con buena posición ...pero aburrida en su vida !!FELICIDADES!!

    besos Pastora

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