jueves, 21 de octubre de 2010

J.



Abrí los ojos. Eran las siete de la mañana y un frío húmedo recorría la habitación. París nunca dormía, pero a las siete empezaba su ritual de cada mañana. En dos horas desayunaría, pero mi vida empezaba con la de la ciudad.

No pude evitar tiritar al salir, pero necesitaba cerrar las ventanas y subir la calefacción. A las siete y cinco sonaría el despertador, lo apagué antes de que diera el primer toque, y de nuevo entre las sábanas tomé el “Macair”, como llamaba al ordenador.

Noticias, correos, algún trabajo de la universidad; empezaría revisando el correo.

“Todo igual”, empezaba uno de los primeros, de esos que tenían la prioridad más elevada dentro de la jerarquía de Gmail. “Adjunto trabajo grupo. Mandan saludos y preguntan París. Intenta algo Vero, es posible. Yo solo y acompañado, tú entiendes. ¿Esta semana? ¿Tu casa o mí casa?”

Era Manuel, uno de mis pocos amigos en Madrid... de mis pocos amigos en general. Él era mi enlace con el mundo, mi guía a la hora de fingir emociones y de sentirlas. Era incluso mi profesor, y ahora iba a enviarle la tarea:

<< Quietud, calma. Llovería dentro de poco.  El paraguas estaba donde siempre, la gabardina cubriría lo que el paraguas no consiga proteger. (…) Ahora dependía de ella, no del todo pues nunca había creído en el azar; pero en cualquier caso ya no era un mero observador >>

Por alguna razón aquel día se había quedado grabado en mi memoria, en sueños la había vuelto a ver y hasta había entendido sus sentimientos. Gracias a ella había conseguido esas metáforas, esas descripciones, los sentimientos. Había sabido que lloraba sin verla…

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